El Eco de la Eternidad
Era una noche fría de noviembre cuando decidí acompañar a mi amigo Carlos a explorar un antiguo sanatorio abandonado en las afueras de la ciudad. Se decía que el lugar había sido cerrado después de una serie de experimentos fallidos en pacientes con enfermedades mentales. Las leyendas hablaban de gritos que aún resonaban en sus pasillos, ecos de almas perdidas que nunca encontraron la paz.
El edificio, cubierto de hiedra y sombras, tenía una fachada gótica que enviaba escalofríos por mi espalda. Armados con linternas y cámaras, entramos. La atmósfera era pesada; el aire olía a moho y descomposición, y cada paso resonaba como un lamento.
Mientras explorábamos, encontramos una sala con paredes cubiertas de antiguos gráficos y notas, así como una colección de fotografías en blanco y negro. Una de ellas captó mi atención: un grupo de médicos rodeando a una mujer con una mirada vacía. En la parte inferior, alguien había escrito “El Eco de la Eternidad”.
En una mesa, descubrí un diario desgastado. Las páginas estaban amarillentas y llenas de garabatos desesperados. El autor, un médico llamado Dr. Marquez, hablaba sobre su obsesión por encontrar la manera de preservar la conciencia humana después de la muerte. Al principio, sus escritos eran científicos, pero pronto se convirtieron en un torrente de locura.
“Los pacientes son solo el comienzo”, escribió. “Sus almas pueden ser capturadas, pero el precio es alto. El eco de la eternidad me llama y no puedo resistirme”.
Intrigado y algo asustado, compartí mis hallazgos con Carlos, quien parecía más emocionado que alarmado. “¡Esto es increíble! ¡Imagina la historia que podríamos contar!”, exclamó. Sin embargo, sentí que algo no estaba bien. Había una pesadez en el ambiente que no podía ignorar.
Continuamos explorando y, a medida que avanzábamos, comenzamos a escuchar susurros. Al principio pensé que eran solo mis propios nervios, pero Carlos también lo oyó. Los murmullos parecían venir de todas partes, susurrando nuestros nombres en un tono melancólico.
“¿Escuchas eso?”, le pregunté. Él asintió, visiblemente inquieto. Decidimos volver a la sala principal, pero al intentar salir, nos encontramos con una serie de pasillos que parecían haber cambiado. Las paredes estaban cubiertas de extraños símbolos que nunca habíamos visto.
Desesperados, nos adentramos más en el sanatorio. Cada paso resonaba como un eco en nuestra mente, y los susurros se intensificaban. De repente, una puerta se abrió con un crujido. Sin pensarlo, entramos.
Dentro de la habitación, había un gran espejo cubierto por una tela. Al descubrirlo, la imagen reflejada era escalofriante. En lugar de nuestro propio reflejo, vimos las figuras de los pacientes del sanatorio, sus rostros distorsionados en una expresión de desesperación. Carlos retrocedió, y en ese instante, el espejo comenzó a vibrar.
Los susurros se transformaron en gritos y las figuras en el espejo comenzaron a moverse. “¡Libéranos!” gritaban. En pánico, intentamos retroceder, pero el espejo parecía absorbernos. De repente, sentí un tirón en mi pecho, como si algo quisiera arrastrarme hacia adentro.
Desperté en un lugar oscuro, rodeado de sombras. Carlos estaba a mi lado, inconsciente. A medida que la realidad se aclaraba, me di cuenta de que estábamos en una especie de limbo. Las sombras eran los ecos de los pacientes, atrapados entre la vida y la muerte, condenados a vagar por la eternidad.
“¿Por qué no nos han liberado?”, murmuré, mirando a las sombras. Una de ellas, con ojos vacíos, se acercó y susurró: “Porque el Dr. Marquez nunca dejó que su alma fuera libre. Él es el guardián de nuestro tormento”.
En ese momento, comprendí que debíamos enfrentarnos al Dr. Marquez. La única forma de liberarnos era encontrar su esencia y romper su hechizo. Juntos, seguimos los ecos que resonaban en nuestro interior, guiados por los gritos de las almas atrapadas.
Finalmente, encontramos una habitación más pequeña con una silla de tortura en el centro. En ella, había una figura encadenada, el Dr. Marquez, aparentemente atrapado en su propia creación. Su rostro estaba arrugado y lleno de locura, y su voz resonaba como un eco en nuestra mente.
“¡No! ¡No pueden liberarlos! Son míos”, gritó, su locura palpable. Sin embargo, sus ojos mostraban un destello de miedo al vernos.
Decidí actuar. Me acerqué y le grité: “¡Tu tiempo ha terminado! Libera a estas almas o serás uno de ellos!”. El Dr. Marquez rió, pero sus risas se transformaron en gritos cuando los ecos comenzaron a rodearlo, arrastrándolo hacia el espejo.
Con un último esfuerzo, grité: “¡Rompe el ciclo!” De repente, el espejo se rompió y una luz intensa nos envolvió. Sentí que estaba siendo empujado hacia atrás, y cuando abrí los ojos, estaba de vuelta en el sanatorio, con Carlos a mi lado.
Despertamos en el suelo, temblorosos pero vivos. Los susurros se habían desvanecido, y el aire estaba más ligero. Sin perder tiempo, corrimos hacia la salida. Al cruzar el umbral, un grito resonó detrás de nosotros, pero no nos detuvimos.
Cuando finalmente salimos, la luz del sol nos golpeó como un bálsamo. Miramos hacia atrás y vimos que el sanatorio se desvanecía lentamente, como si nunca hubiera existido.
Años después, nunca olvidé aquella noche. Carlos y yo seguimos siendo amigos, pero ambos llevamos el peso de lo que vivimos. De vez en cuando, escucho un susurro en la oscuridad, un eco lejano que me recuerda que, aunque escapamos, las almas atrapadas aún buscan su liberación.
La cámara que llevábamos esa noche todavía guarda las fotografías. Las miro de vez en cuando, pero la última imagen nunca la revelaré. En ella, una sombra se cierne sobre nosotros, y en sus ojos, la desesperación de un eco que nunca encontrará su final.
LA HABITACIÓN 314
Trabajé en la recepción de un pequeño hotel en el centro de la ciudad, un edificio antiguo que había pasado por varias manos a lo largo de los años. Desde el primer día que comencé a trabajar allí, algo me pareció… raro. No era solo el olor a madera vieja o el eco distante en los pasillos vacíos. Había algo más. Algo que se sentía en el aire, como una tensión constante, pero no le presté demasiada atención. Hasta que comenzaron los incidentes.
Mi turno era el nocturno, de 10 p.m. a 6 a.m. En esas horas, el hotel casi siempre estaba en silencio, apenas unos pocos huéspedes llegaban o se iban. Una noche, mientras miraba el monitor de la recepción, escuché un ruido. Era un susurro, pero no venía de los pasillos. Era como si alguien estuviera hablando justo detrás de mí. Me giré rápidamente, pero no había nadie. “Es el cansancio”, me dije.
Esa misma noche, cerca de las 2 a.m., el teléfono de la recepción sonó. Respondí, pero nadie habló al otro lado de la línea. Solo silencio. “¿Hola?”, repetí varias veces. Nada. Cuando fui a colgar, escuché algo. Un susurro bajo, muy lejano, pero claro.
— ¿Quién está ahí? —pregunté.
La voz respondió, casi imperceptible: “Él volverá”.
Corté la llamada de golpe, con el corazón latiéndome en el pecho. ¿Quién volvería? No había nadie más en el hotel aparte de los huéspedes. Intenté convencerme de que era una broma, tal vez algún borracho llamando desde una de las habitaciones, pero algo en ese tono… algo en esa voz me hizo dudar.
Los días siguientes, las cosas se intensificaron. El ascensor subía y bajaba solo, incluso cuando no había nadie que lo llamara. Las luces parpadeaban sin razón. Y en las cámaras de seguridad, a veces veía sombras que se deslizaban por los pasillos, pero cuando iba a revisar, no encontraba a nadie.
Comencé a preguntar a otros empleados si habían notado algo raro. Un compañero, un viejo conserje llamado Ernesto, me miró serio cuando le mencioné los ruidos y la llamada.
— Debiste haber escuchado de Don Alejandro, ¿verdad? —dijo con voz grave.
Don Alejandro había sido el dueño original del hotel, un hombre poderoso y obsesivo que construyó el lugar con sus propias manos en los años 50. Se rumoreaba que murió en una de las habitaciones, la 314, en circunstancias extrañas. Algunos decían que había tenido un infarto, otros que se había suicidado. Pero lo que todos coincidían es que nunca se fue del hotel.
Esa noche, no pude dejar de pensar en Don Alejandro. Alrededor de las 3 a.m., revisaba los registros en la computadora cuando el sistema de reservas mostró algo raro. Una reserva nueva había aparecido. Ningún huésped había llegado al hotel, pero ahí estaba el nombre: Alejandro Gutiérrez. Sin habitación asignada.
Mi sangre se congeló. Tomé el teléfono para llamar a mi jefe, pero antes de marcar, todas las luces del lobby se apagaron de golpe. El silencio que le siguió fue total. Entonces, el teléfono de la recepción sonó de nuevo.
Contesté, con la mano temblando. Del otro lado, solo había silencio… y después de unos segundos, escuché algo. Era un susurro, pero esta vez más claro.
— Estoy en mi habitación —dijo la voz.
Una sensación de frío recorrió mi espalda. Miré el sistema de reservas una vez más, y ahí estaba. Don Alejandro estaba “registrado” en la habitación 314.
No sé por qué lo hice, pero fui hasta la habitación. El pasillo hacia la 314 estaba en completo silencio, salvo por el eco distante de mis propios pasos. Cuando llegué frente a la puerta, me quedé congelado. Había una luz tenue que se filtraba por debajo. Alguien estaba dentro.
Mis dedos temblaban cuando toqué la puerta. No había respuesta, pero algo dentro de mí me empujó a abrirla. La cerradura no estaba echada.
Entré.
El aire era denso, cargado de un olor a cigarro y algo más… a descomposición. En el centro de la habitación, el antiguo mobiliario seguía intacto, pero lo que más me perturbó fue la figura que estaba de pie frente a la ventana, mirando hacia la calle.
No era más que una sombra, pero su silueta era inconfundible: el traje, el sombrero… el porte de un hombre que solía tener el control. La sombra se giró hacia mí lentamente, y aunque no pude ver su rostro, sentí el peso de su mirada.
— Este siempre será mi hotel —dijo la voz, más clara que nunca. Y luego, se desvaneció.
Desde esa noche, nunca volví a escuchar esa voz, pero dejé el trabajo al día siguiente. El hotel sigue abierto, y supongo que otros empleados estarán viviendo sus propias experiencias. Pero una cosa es segura: Don Alejandro nunca se fue de su hotel, y en algún momento, volverá para asegurarse de que nadie lo olvide.
EL JUEGO PROHIBIDO
En lo más profundo de los foros oscuros de internet, se hablaba de un videojuego que no debía ser jugado, un juego que solo algunos conocían: “Eidolon”. El nombre circulaba entre los usuarios más antiguos como un rumor, una advertencia. Se decía que no se encontraba en ninguna tienda digital ni en plataformas comunes, solo en un rincón oculto de la web profunda.
Nadie sabía quién lo había creado ni cuándo, pero los pocos que afirmaban haberlo jugado hablaban de experiencias aterradoras. Según los rumores, la primera advertencia era clara: una vez comenzaras el juego, no podrías detenerlo. Eidolon se instalaba solo en el disco duro, apareciendo incluso si lo borrabas. Y lo peor de todo: el juego se hacía cada vez más real.
Un joven llamado Marcos, apasionado por los desafíos y misterios de internet, escuchó sobre Eidolon en un foro. Había advertencias explícitas: “No lo juegues”, “Te cambiará para siempre”, “No podrás escapar”. Pero Marcos no creía en maldiciones ni en leyendas urbanas, así que, con curiosidad, decidió investigar.
Después de varias noches de búsqueda, finalmente dio con un link encriptado. Tras instalar el archivo, una pantalla en negro apareció, y con letras rojas brillantes, la única palabra que lo recibió fue: “Bienvenido”. El menú del juego era simple, con la opción “Jugar” parpadeando en la pantalla. A Marcos le pareció extraño que no hubiera música ni sonidos de fondo, solo un inquietante silencio.
Al presionar “Jugar”, la pantalla se tornó blanca y el entorno del juego empezó a construirse. Parecía un mundo pixelado, con paisajes desolados y oscuros. No había enemigos, no había misiones claras, solo una sensación creciente de que algo no estaba bien. El personaje que controlaba, un avatar genérico, caminaba por un terreno vacío, pero Marcos notó algo perturbador: donde quiera que fuera, una sombra lo seguía, siempre en el límite de su visión.
Los primeros días jugando el juego fueron simplemente inquietantes. La sombra permanecía allí, acechando desde lejos, sin acercarse. Pero conforme pasaban las horas, el juego comenzó a comportarse de manera extraña. Los paisajes comenzaron a desmoronarse, y los sonidos de la casa de Marcos parecían filtrarse en el juego. El sonido de la puerta de su habitación abriéndose, pasos en el pasillo… todo se replicaba dentro del juego. Pero lo que más lo perturbaba era que la sombra parecía estar acercándose lentamente.
Una noche, mientras jugaba, escuchó algo que lo dejó congelado. Su propio nombre, en un susurro bajo. Al principio pensó que era una coincidencia, pero el juego siguió repitiéndolo, cada vez con más claridad: “Marcos…”. No había forma de que el juego supiera su nombre, ya que no lo había ingresado en ningún momento.
Decidido a desinstalar el juego, Marcos apagó su computadora. Pero cuando la encendió de nuevo, Eidolon estaba ahí, con un nuevo mensaje: “No puedes escapar”. Desesperado, trató de borrar el archivo de todas las maneras posibles, incluso reformateando el disco duro. Nada funcionaba. Cada vez que reiniciaba el sistema, el juego reaparecía, y la sombra estaba más cerca.
Una noche, mientras jugaba, la sombra finalmente se mostró claramente. Era una figura humanoide, con ojos vacíos y una sonrisa distorsionada. De repente, el personaje del juego dejó de moverse, y la sombra comenzó a salir de la pantalla. Marcos sintió un frío que le recorrió la espalda y, horrorizado, vio cómo la figura se materializaba en su habitación.
Corrió fuera de su casa, pero el juego ya había tomado control de su vida. Los susurros lo seguían a donde fuera. Los días se volvían más cortos y el mundo real comenzaba a desmoronarse, como en el juego. Cada vez que intentaba dormir, sentía una presencia junto a él, vigilándolo.
Los foros en los que había encontrado Eidolon desaparecieron poco después. Nadie volvió a mencionar el juego. Marcos dejó de conectarse, dejó de salir de su casa. Nadie lo vio más.
Meses después, alguien encontró su computadora encendida, con Eidolon ejecutándose. La pantalla mostraba a un avatar inmóvil, atrapado en una desolada oscuridad, y una única frase parpadeando: “Uno más ha caído”.
Advertencia:
Si alguna vez encuentras el archivo de Eidolon, no lo descargues. Algunos juegos no se juegan, te juegan a ti.